|
El autor de Niebla guardó siempre silencio sobre su padre. Una
reciente investigación dio con el fragmento de carácter autobiográfico
que se publica a continuación. De acuerdo con él, Félix de Unamuno se
habría suicidado, y esta página sería el desgarrador testimonio de esa
tragedia.
Miguel de Unamuno tenía seis años cuando
murió su padre. Apenas escribió sobre él; no lo recordaba. Sin embargo,
en Niebla, en Victoria y en Una mujer recreó el dramático suicidio de un
padre. En este texto inédito ?que se encuentra en la Casa ?Museo
Unamuno? sobreviene de nuevo la misma tragedia. Tal vez sea un relato
"nivolesco". Más probablemente se trata del desahogo autobiográfico del
narrador, poeta y ensayista que descubre el "horizonte de mi historia
íntima" del que "arranca mi conciencia ". Sin duda, la pieza clave para
esclarecer "el misterio inicial de mi vida ", golpeada por el suicidio
del padre.
NUNCA lograré olvidar, ni aunque lo quisiera, lo que podría llamar
con toda propiedad el horizonte terrestre de mi historia íntima, de la
biografía de mi alma. Todo lo anterior a este recuerdo, todo lo de más
allá de él, es para mí como un remoto velaje que allende ese horizonte
forma el fondo insondable, infinito, de mi vida pasada. De este recuerdo
arranca mi conciencia y hasta me atrevo a decir que toda la vida de mi
espíritu no ha sido más que un desarrollo de él.
De mi padre no me acuerdo sino con relación a este
suceso inicial de mis confesiones; mi padre no es para mí más que el
actor de ese suceso. Que fue, sin duda, el desenlace, el término de una
tragedia, pero que para mí no es más que el arranque de otra. Ni luego
me atreví nunca, por lo que diré, a inquirir de mi madre el sentido de
aquella terrible escena.
Era a la caída de la tarde, lo recuerdo como si
fuese hoy, y yo me hallaba con mi madre, en el comedor de casa, ella
contemplando la puesta del sol y yo dibujando monos en una pizarra. Mi
padre encerrado en su gabinete trabajaba como de costumbre. Y su trabajo
era escribir, nunca he podido luego saber qué y para qué. Creo recordar
que al levantar la vista de mis dibujos vi como dos perlas rojas en los
ojos de mi madre, que eran los arreboles del ocaso -el sol se acostaba
desangrándose como en una mortaja en las nubes que ceñían a la lejana
sierra? reflejados en sendas lágrimas vergonzosas y furtivas. De pronto,
mi madre sacudió la cabeza -aún me parece ver la palpitación de su
rubia cabellera sobre el celaje del ocaso- y exclamó con voz como de
agonizante: "¿Qué? ¿Qué es?" Había sonado un tiro en el gabinete. Se
levantó mi madre, fue a la puerta del gabinete y la halló cerrada con
llave por dentro. Entonces empezó a sacudirla y golpearla llamando con
voz rebosante de congoja: ¡Pedro! ¡Pedro! ¡Pedro!" A sus voces acudió el
viejo criado y, aunque aterrados, con sus voces quebraron el silencio
que nos llegaba del gabinete, empezaron mi madre y él a sacudir la
puerta hasta que ésta cedió. Precipitáronse dentro y yo me aventuré tras
ellos. Mi padre yacía en su sillón, blanco y rojo, blanco de cera el
rostro y enrojecido por un corrillo de sangre que le brotaba de la sien.
En el suelo una pistola. Sobre la mesa de trabajo, el escritorio, un
pliegue que se apresuró a recoger y guardar mi madre.
La que al ver aquello luego de murmurar para sí:
"¡Era de temer!", se embozó en un terrible silencio. Lo primero. que
hizo fue buscarme con los ojos, no ya sólo enjutos de lágrimas sino
secos y opacos, y en cuanto me vio me tomó de la mano, me llevó a lo que
había sido mi padre, me dijo: "Bésale por última vez" y me sacó del
gabinete. Y recuerdo que al besarle fue mi mayor cuidado que no me
manchara aquel hilo de sangre y que sentí en los labios una frialdad que
nunca se me ha ido de ellos del todo después.
No vi en todo el día siguiente a mi madre, pues me
dejaron con las criadas. Pero al otro, apenas me levanté de la cama, me
cogió ella, me apechugó, me apretó tanto que casi me quitaba el respiro,
arrimó su boca seca a mi frente, luego a mis ojos, y así me tuvo, no sé
cuánto tiempo -me pareció muchísimo, tanto como toda mi vida hasta
entonces-, sin hacer el menor ruido. Pues no sólo no hablaba ni
sollozaba, sino que ni la oía respirar. Diríase que estaba tan muerta
como el que fue mi padre. Y no me atreví a preguntarle nada. Aquella
inmuerte estaba, y ha seguido desde entonces estando, entre mi madre y
yo como un secreto sagrado.
Aquella muerte voluntaria, y sobre todo la razón de
ella ?¿por qué se ha matado??, empezó a ser, sin que en un principio me
diese yo cuenta de ello, el misterio inicial de mi vida.
En torno de aquella visión se fueron organizando todas las
subsiguientes visiones de mi experiencia. Ni mi madre tenía para mí
sentido íntimo sino ligada a aquel suceso, a aquel tiro que rompe un
silencio de ocaso y aquel hilo de sangre sobre un rostro marmóreo.
|
|